#Futbol La selección paso con oficio, carácter y una saludable aparición la prueba de jugar sin Messi.
Ya clasificada al Mundial, la Argentina mostró recursos habituales y otros novedosos en el triunfo por 2-1 en Calama.
El fuego se apagó con juego. La selección argentina, sin necesidad de ofrecer una masterclass, tiró de oficio, espíritu y recursos que tenía en el armario para sacar adelante la difícil empresa de ganarle a un rival ante el que suele sufrir.
Lo logró además en un escenario incómodo, cargado de algunos elementos extra futbolísticos más propios del fútbol pretérito. Y así, exprimiendo hasta el final la escasez del aire en la altura, venció a Chile de visitante y agregó una tilde verde a este momento especial de su historia moderna, que ahora encadena un invicto de 28 partidos. Una manera óptima de empezar el año del Mundial.
El cabezazo de un futbolista inglés en el desierto de Calama fue la curiosa combinación que cortó una larga racha: la selección llevaba más de seis partidos sin recibir goles en las Eliminatorias (desde el 3-1 a Venezuela en Caracas, en septiembre). Y la marca se terminó con una fórmula tan antigua como vigente: un centro cruzado –lanzado por el talentoso Marcelino Núñez– a favor de la altura de un delantero –el mentado Ben Brereton, 22 años, futbolista del Blackburn Rovers, de la segunda división inglesa, que llegó a la Roja por la inquietud de un aficionado que descubrió su doble nacionalidad y alertó a los dirigentes– y en contra del retroceso de Nahuel MolEl tanto no le hacía gracia a lo que el fútbol reduce al término “merecimientos”, una entelequia: la Argentina había construido sus cimientos a partir del golazo de Di María –un zurdazo prototípico suyo, entrando de derecha al centro, como había dibujado ante Uruguay en Montevideo en noviembre- y la prevalencia en la mitad de la cancha.
Paredes era el bastonero de siempre, De Paul aportaba despliegue y Papu Gómez, el tercer elemento en el medio, ofrecía calma, pase y sacrificio en el vértigo de una noche caliente. El árbitro, el brasileño Anderson Daronco, estaba empecinado en guardar su tarjeta amarilla, una morosidad que los locales aprovecharon en toda la etapa inicial: recibieron apenas una amonestación, pese a las diez faltas cometidas.
Esa fiereza chilena era, tal vez, una continuidad de la pesadez de las horas previas al partido, a la que Dibu Martínez había contribuido con ironías en redes sociales por la demora en los trámites migratorios al llegar a Calama –no es la primera vez que este excelente arquero no corresponde con sus comportamientos sus virtudes en la cancha–, lo que llegó a despertar la reacción también exagerada de un ministro del gobierno nacional de Chile… Un corte de agua en el hotel donde se alojó la selección y duró cuatro horas alimentó un clima innecesariamente tenso. Chile, urgida de puntos para mantener en pie su ilusión mundialista, llevó el partido a un estadio pequeño –el “Zorros del Desierto” albergó 8 mil espectadores– en una ciudad enclavada a 2200 metros sobre el nivel del mar, en la que la Argentina nunca había jugado. Recursos lícitos, claro, pero que en este nivel no resultan generalmente decisivos.
ina, que ni siquiera logró molestar a su rival.
Sin Messi, espectador en la madrugada parisina, la selección debía dar la prueba de jugar sin él y también la de mostrar músculo y hambre, a pesar de tener el boleto a Qatar abrochado. Y en ese apartado no hubo casilleros sin completar: de principio a fin el equipo mostró la actitud que se espera en un partido que involucre a la camiseta que defiende este plantel. Claro, no podía esperarse que alguien tomara la posta del 10 en la cancha –curiosamente el número lo llevó Ángel Correa, que arrancó la noche como suplente–. Scaloni, que tuvo que seguir el partido también por TV, en Ezeiza, pensó un juego coral, con un esquema 4-3-3 en el que Lautaro Martínez era el vértice más adelantado. Justamente el delantero de Inter fue rápido para tomar un rebote largo, mal dado por Claudio Bravo, para estampar el gol del 2-1 tras un remate de De Paul a la salida de una transición rápida y mal defendida por los locales. La escena siguió con una curiosidad: el propio Bravo pidió el cambio, afectado físicamente.
Cuando Argentina lograba conectar tres pases seguidos, Chile sufría. Sin Arturo Vidal, el peso recaía en el movedizo Alexis Sánchez, el más local de todos, entusiasta mientras le dieron las fuerzas. La selección alternaba el toque corto y de primera con algunos envíos largos para explotar la velocidad de Nicolás González, en general ganador en el mano a mano con Paulo Díaz.
Ya en el segundo tiempo, esa sensación de superioridad visitante tuvo un corrimiento: sin ceder la intención de jugar, el equipo se retrasó unos metros ante el apuro chileno. Entonces, el juego entró en una dimensión esperable: Argentina sabía que su mayor calidad técnica podía facturar ante la primera ocasión propicia, mientras el uruguayo Lasarte hacía cambios para reforzar el ataque local.
En toda la noche, una presencia destacó por lo saludable y novedosa. La de Lisandro Martínez, el central zurdo, llamado a ocupar el lugar del lesionado Cuti Romero. El cambio tuvo el efecto de correr a Otamendi como primer central, y entonces ambos disfrutaron de jugar en su perfil natural. El caso de Martínez es una nota a tomar con resaltador en el cuaderno de Scaloni: desde el inicio mostró valentía para jugar el primer pase con decisión, en general hacia adelante, lo que generaba una acción ofensiva desde la defensa. Vale porque es un recurso escaso en general. A los 24 años, asentado en Ajax, el futbolista formado en Newell’s puede darle un salto de calidad al equipo, no solo en caso de una necesidad como la de este partido.
Que Argentina terminó de ganar, al final, pese al lógico sofocón final que repelió la otra figura de la noche: Dibu Martínez.